M apenas llora, porque perdería el tiempo en observar cada rincón, cada gesto de esa familia que la acoge y que se esfuerza porque su estancia sea tranquila. Ríe a carcajadas al verse reflejado en la cámara de un móvil cuando se hacen un selfie con él. Os puedo asegurar que este enano disfruta cada segundo, jugando con esos juguetes que otros niños desechan, con esos nuevos hermanos que aprenden lecciones junto a él. Entrega besos a todo el que se acerca como si fuera una orden expresa de sus padres para agradecer este regalo. La gratitud de un niño que, sin saber muy bien lo que agradece, enternece más el corazón que la actitud de muchos adultos. M traía consigo pulseras con semillas, a modo de amuleto, para que no olvidara su procedencia. Como si eso fuera posible, mientras balbucea nuestros nombres entre palabras inconexas de su dialecto.
M acabará de salir de la UCI cuando estoy escribiendo estas líneas y tendrá a su lado a esa otra madre que se ha hecho cargo de él durante unos meses. Agarrará con su pequeña manita su dedo gordo y lanzará pedorretas a todas las enfermeras que se emocionan por conocerlo y cuidarlo. Este artículo no habla de esa otra madre, tampoco de la oenegé que hace posible esta acción. Ni tan siquiera es una crítica a ese manido estado de bienestar que vemos amenazado, sin comprender que ya disfrutamos del estado del bien nacer y parecemos olvidarlo. Puede llover en mayo; puede Cristiano Ronaldo o Messi fallar un gol decisivo. Hay cosas realmente importantes… Esto habla de nuestro M que volverá a sonreír cuando tras viajar de Sevilla a París y de París a Dakar, vuelva a ver a sus hermanos y a su madre que lo esperan. Hoy vuelvo a creer en el ser humano: aunque tenga dos años, una sonrisa imperfecta y otro color de piel. Su corazón es tan grande que, aún enfermo, no le cabrá en el pecho. Gracias M por ayudarme a creer.
Ponte bueno, campeón, te queda un mundo por cambiar. H
Fuente original: Diario de Córdoba